Los novios dan vergüenza ajena. Pero, ¿la tendencia #boysober es una reivindicación feminista o un sesgo neoconservador?

Hace unos años escribí sobre el auge de los lanzamientos «suaves» y «fuertes» en redes sociales : esas publicaciones cuidadosamente seleccionadas que anunciaban una nueva relación. Las plataformas online se habían convertido en una extensión de la trama romántica, un escenario público donde la intimidad era prueba de valía y la vida en pareja seguía siendo el máximo símbolo de estatus.

En aquel entonces, mi investigación demostró que muchas personas sentían que su vida no había comenzado realmente hasta que conocían a alguien. Estar soltero no era solo un estado civil; era una pausa existencial. «Tener una vida», como decía el dicho, significaba encontrar pareja. El romance era el pilar de la identidad.

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Pero algo ha cambiado. En 2025, la trama romántica parece estar perdiendo fuerza. Vogue planteó recientemente en un titular viral: ¿Es vergonzoso tener novio ahora? Argumentaba que, en las redes sociales, el término «novio» estaba adquiriendo un tono extrañamente anticuado, incluso ridículo, similar a cómo suena ahora «relación oficial en Facebook» a algo anticuado. La idea de centrar la identidad en una relación resulta, para muchos, pasada de moda.

Plataformas como TikTok están repletas de mujeres jóvenes que se declaran públicamente «#boysober» (sin novio), un movimiento en rápido crecimiento que rechaza las citas, la cultura de los encuentros casuales, las exparejas e incluso la idea de la dependencia emocional de los hombres. Lo que comenzó como un meme se ha convertido en una conversación global sobre límites, agotamiento y autonomía corporal.

En mi investigación sobre la tendencia #boysober, descubrí que es mucho más que un reto viral. Es un experimento colectivo de renegociación feminista. Las mujeres están replanteando la abstención no como pureza moral, sino como autopreservación, una negativa deliberada a participar en una economía de citas que con demasiada frecuencia las deja exhaustas, inseguras o bajo vigilancia digital. Muchas creadoras de #boysober hablan abiertamente sobre el cansancio acumulado de las aplicaciones de citas, el implacable esfuerzo emocional que supone lidiar con la fragilidad masculina y la omnipresencia del abuso facilitado por la tecnología.

Una imagen compuesta de Tiffany Haddish, Khloé Kardashian, Julia Fox y capturas de pantalla de publicaciones en redes sociales donde las mujeres juran no volver a tener citas.
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Las cifras lo confirman: los informes de violencia facilitada por la tecnología se han disparado a nivel mundial. Las mujeres describen cómo sus parejas instalan programas espía, utilizan el rastreo GPS o las amenazan con filtrar imágenes íntimas; todas ellas formas de control coercitivo adaptadas a la era digital. En este contexto, alejarse del mundo de las citas online no es una cuestión de pudor, sino un acto de supervivencia.

Sin embargo, como ocurre con cualquier movimiento feminista en línea, #boysober existe en una dinámica de tensiones. Algunos críticos ven ecos de neoconservadurismo, una regresión al individualismo y a la cultura de la pureza disfrazada de lenguaje feminista. Otros lo consideran un rechazo radical a la validación centrada en lo masculino, una forma de recuperar la capacidad emocional y la autoestima. Como he argumentado en otros textos, la verdad probablemente se encuentre en un punto intermedio. Es tanto una respuesta al patriarcado como un producto del mismo: un movimiento moldeado por las mismas arquitecturas digitales que mercantilizan el deseo.

TikTok se ha convertido en el ágora donde estas negociaciones de género se desarrollan en tiempo real. La plataforma que popularizó las fotos provocativas y los videos de «prepárate conmigo» ahora alberga un ajuste de cuentas generacional. Los hashtags lo dicen todo: #fatigadecitas, #sinromance, #heterofatalismo. Cada uno expresa, de diferentes maneras, un hartazgo con los guiones heteronormativos y la asimetría emocional de las citas modernas.

El término «heterofatalismo», que está ganando popularidad tanto en círculos online como offline, describe una especie de resignación y desesperanza respecto a las relaciones heterosexuales: la creencia de que están condenadas al fracaso por defecto porque el patriarcado está demasiado arraigado como para garantizar su equidad. No es que las mujeres no deseen conectar con los demás; es que cada vez creen menos que la lógica emocional sea la adecuada.

Este cinismo (o realismo, según se mire) convive con cierta incomodidad con nuestra obsesión cultural por las historias de amor. Las comedias románticas han experimentado un modesto resurgimiento, pero ahora llegan con un toque de ironía, conscientes de su propia irrealidad. Mientras tanto, el prestigio social que antes se obtenía al ser la pareja ideal en internet empieza a desvanecerse. Donde antes un lanzamiento espectacular era señal de éxito, ahora puede parecer, bueno, algo básico.

Las redes sociales están inundadas de heteropesimismo. ¿De verdad las mujeres jóvenes tienen una opinión tan negativa de los hombres?

Quizás lo que ocurre no es la muerte del amor, sino su descentramiento. La vieja narrativa —encontrar a la persona ideal, publicarlo, ascender socialmente— ya no encaja con una generación que lidia con trabajos precarios, crisis de vivienda y agotamiento digital. El amor se siente más difícil de mantener y menos esencial para la autodefinición. La nueva trama romántica es autorreferencial: «enamorarse de uno mismo», «energía de protagonista», «autoamor». En otras palabras, el novio ha sido reemplazado por uno mismo como protagonista.

Ojalá esto no signifique que estemos entrando en una era fría y sin amor, sino más bien en una donde la intimidad se está reinventando. El repliegue colectivo que supone el fin del heterofatalismo refleja cambios más amplios en la forma en que los jóvenes conciben el cuidado, la comunidad y la seguridad. Quizás no se trate de un rechazo total de la conexión, sino de una reconfiguración de la misma, alejándose de la pareja como símbolo de madurez y acercándose a algo más plural y autodefinido.

Sin embargo, como advirtió en su momento la teórica cultural feminista Angela McRobbie, incluso los actos de rechazo pueden ser instrumentalizados. La cultura mediática posfeminista tiene la habilidad de convertir la rebeldía en una marca. El riesgo reside en que un movimiento nacido del agotamiento se transforme en otra forma de consumo, un «autocuidado» que se vende a las mujeres como otro proyecto no remunerado.

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